Son las 8 de la noche del domingo 5 de julio de 2020, cuando Omar Chehade, Presidente de la Comisión de Constitución, hace el siguiente pedido al Presidente del Congreso: “estamos afinando el texto (sustitutorio), por lo que pido un cuarto intermedio de 8 o 10 minutos, a lo más, y rogaría que la gente (congresistas) siga enganchada porque se requiere de una mayoría calificada (…) para votar esta reforma. Así que Presidente, le solicito 10 minutos clavados por favor.”
Esta frase condensa la calidad de la reforma constitucional que empezó en el año 2018 [y cuyo estado natural es el abandono institucional hasta que se le requiere como excusa para la confrontación]; y cuyos actores principales son Ejecutivo, Parlamento y la tribuna. En esos “diez minutos clavados”, el Presidente de la Comisión más importante del Congreso hizo la propuesta de reforma constitucional más rápida de nuestra historia: modificó 5 artículos de la Constitución: el 93, 99, 117, 161, y 201, bajo la consigna de luchar contra la corrupción.
Como resultado de la propuesta aprobada, los congresistas podrían dejar de tener inmunidad para delitos comunes, pero a la vez amplían su esfera de protección: no serán responsables de sus acciones de fiscalización, ni de representación, ni de ninguna asociada a su labora congresal. Por su parte, los Ministros de Estado podrían ser procesados sin el filtro del antejuicio político, el Presidente de la República ser acusado penalmente mientras gobierna, al igual que el Defensor del Pueblo y los magistrados del Tribunal Constitucional, quienes también se han quedado sin inmunidad.
Además, el Congreso aprobó el impedimento de postular a cargos de elección popular a sentenciados en primera instancia, y la obligatoriedad de destinar el 6% de nuestro PBI a la educación. En el caso de esta última modificación constitucional, así como en el de la modificación de la inmunidad y antejuicio político de altos funcionarios, nuestros representantes votaron sin un dictamen entre manos. En otras palabras: votaron un texto que no se estudió, que no se debatió; y que incluso dejó sin atender las respuestas técnicas de las opiniones que habían solicitado.
Podría decirse que la jornada de ayer ha dejado en vilo la estabilidad política de nuestro país, pero eso suena a poco en un país donde la inestabilidad es la regla. Lo cierto es que la Constitución no solo sirve para delimitar al poder político en abstracto, sino que moldea mediante reglas, la forma en que los actores políticos se interrelacionan para asegurar los derechos de todas y todos los peruanos.
Por más seguros que puedan estar de que la ley que votan colma las expectativas de la población, los congresistas deben responder ante la propia Constitución haciéndose la siguiente pregunta: ¿de qué manera este cambio responde al problema que pretende solucionar, y cuáles serán sus efectos para las futuras generaciones?
A esa idea apunta Carlos Santiago Nino cuando grafica la reforma constitucional como la permanente construcción de una catedral hecha por varios arquitectos, quienes deben prestar atención tanto a lo hecho por sus antecesores, como al impacto que tendrá su decisión respecto de los futuros arquitectos.
Si algo podemos aprender de esta mediocre reforma constitucional -que a nadie parece importarle ‘verdaderamente’- es que nuestra Constitución nos pertenece y no nos pertenece a la vez: es la más importante responsabilidad política que tenemos en el presente, respecto de un futuro que nos excede.
Para el Grupo Valentín, cambiar 7 artículos de nuestra Constitución no puede tomarnos menos tiempo de estudio y reflexión que el que le tomó a la Federación Peruana de Fútbol cambiar sus estatutos. Ninguna de dichas tareas se cumple ‘en 10 minutos clavados’.
Grupo Valentín Paniagua
Lima, 6 de julio 2020